jueves, 26 de marzo de 2020

La libélula

                                                                               


El colono fuerte estaba construyendo su rancho. Se desentendía completamente de la mujer y los niños. Ella estaba muy preocupada por contener a las cuatro criaturas porque ya llegaba la noche. Los tres mayores corrían como si les sobrera la energía. El pequeño, de cuatro años, la preocupaba más.


Durante el largo viaje en barco, el chiquilín sólo se había ocupado en cuidar una cajita de madera, pequeña, pulida con esmero, que encerraba en las manitas y, decía, le había regalado su abuela. Ella nunca había visto el objeto en casa de su madre, ni siquiera dos meses antes de partir, cuando limpiaron el lugar porque la mujer había fallecido. Tal vez fue algo que consiguió la nona para reducir, en el nieto, el dolor de la separación.


Al principio, los hermanos mayores bromeaban con quitársela. Pero, una vez que lograron arrebatársela el pequeño Alois se había puesto tan morado, que todos se asustaron mucho y ya no le hicieron más bromas.


Cuando el techo estuvo en su lugar, la familia entró en su precaria casa. Armaron catres para los niños y Alois encontró un hueco en la pared para depositar su cajita muy cerca de su cara. Así durmió esa primera noche y las siguientes. En realidad comía, paseaba, compartía con los demás pequeños, todo lo hacía en compañía de su caja.


Cierto día, François, el hijo mayor se acercó confidente a la madre y le dijo:


-¿Sabés mamá, qué es lo que tiene Alois dentro de la caja?


-Oh, hijo, ¿no habrás importunado a tu hermanito? –lo regañó su madre


-No, mamá, él permitió que lo viera porque lo llevé sobre mis hombros cuando cruzamos el río.


-Bien, y ¿qué es lo que tiene?


-Una libélula. Es preciosa, mamá, y no parece muerta.


Desde ese día, la madre buscó alguna ocasión para ver el insecto. La abuela de pequeño Alois amaba las libélulas: las bordaba, las pintaba. Por eso no le extrañaba que le hubiera regalado una al benjamín de la familia, para mantener su recuerdo vivo en él.


Pero, a ella nunca le permitió observarla. Y respetó el deseo de su hijo.


Un día, la peste asolaba la aldea atacando a los más indefensos. La madre no sabía cómo hacer para proteger a su prole, por eso nunca se explicó cómo, una tarde, Alois había desaparecido. Nadie lo encontraba por ninguna parte. No estaba en el rancho, ni en los vecindarios. Ni a la orilla del río. Ya no sabían dónde buscarlo cuando François apareció muy agitado. Venía desde la casa y traía en sus manos la caja de Alois.


-Mirá, mamá –dijo abriendo la caja.


Y los ojos de la madre se llenaron de lágrimas cuando en el fondo de madera no había una libélula, sino dos.


Mabel Pruvost de Kappes


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