—¡Benja! ¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo? ¡Está muy callado todo por acá!
Hola, me llamo Benjamín. Y les cuento algo muy importante: yo pensé que el mundo era solo mi mamá y yo... hasta que conocí a Luna.
La primera vez que fuimos a ese lugar, mamá dijo que se llamaba “La Lunga”. Cuando llegamos, un montón de perritos vinieron corriendo. ¡Hacían fiesta! Se metían entre las piernas de los grandes. Había muchos animales, pero a mí solo me gustó una perrita chiquitita, blanca y con unos ojos rarísimos.
Ella era muy chiquita. Como yo. Nos miramos y ¡pum! Nos abrazamos. Y ya nunca más nos separamos.
—Hola, hola, veo que ya te adoptó Lunita —dijo un señor que no conocía. No le hice caso. Yo solo miraba a mi perrita. Después supe que él era el dueño del lugar... y también de Luna. Yo quería llevármela a mi casa.
Así fue como la conocí. De esas vacaciones no me acuerdo mucho. Solo que al año siguiente volvimos, y yo ya era un poco más grande. Y Luna también. Desde que la vi otra vez, fue la dueña de mi corazón, de mis manos, de mi todo.
Cuando comía, guardaba un pedacito para ella. Me escapaba de la mesa y corría a dárselo. Cuando me despertaba, lo primero que hacía era buscarla. Si íbamos al parque, venía. Si jugábamos, jugaba. Si me caía y me dolía, me daba besitos con la lengua. Si íbamos a la pileta, se quedaba mirando detrás del alambrado... aunque a veces se metía y nadábamos juntos. Siempre estábamos juntos. A la noche, antes de dormir, pensaba en ella y deseaba que no se fuera nunca.
Luna es toda blanca, tiene el pelo largo, como el de mamá. Y los ojos... ¡uno celeste y uno oscuro! Me quiere mucho.
Yo también la quiero. Le tiro palitos y ella los trae, pero después no me los quiere dar. Cuando me subo a la hamaca paraguaya y papá me empuja, Luna mueve la cabeza como si no quisiera perderme. A veces escucha cosas que yo no escucho. Sale corriendo, olfatea, ladra, como si cazara algo. Pero siempre, siempre vuelve conmigo.
Cuando fuimos al arroyo a pescar mojarritas, ella apareció. Así, como si no hubiera recorrido kilómetros. Juntos escuchábamos a los pájaros y de repente corría hasta perderse persiguiendo quién sabe qué. Yo tiraba piedritas al agua y ella chapoteaba feliz. Quise cargarla cuando regresábamos, pero papá dijo que se iba a arreglar sola. ¡Qué miedo sentí de que se perdiera para siempre! Lloré todo el camino, pero reapareció al rato. Nos abrazamos como siempre.
El día que mamá dijo que estaba muy callado todo... fue un día difícil.
Nos habíamos escondido debajo del asador. Había una bolsa de maderitas, ¡genial! Pero mejor todavía,
encontramos una bolsa con piedritas negras. Aunque no eran tan piedras, algunas se rompían cuando las apretábamos. Hicimos un juego: a ver quién juntaba más. Yo ganaba, seguro, aunque Luna me robó varias.
Mamá salió de la cabaña cantando. Pero cuando nos vio... se quedó muda. Puso los ojos gigantes y no se movía.
Igual que nosotros.
Cuando empezó a venir hacia donde estábamos, tenía una cara rara. Luna dejó sus piedritas, se apoyó en mí y nos acurrucamos. Mamá gritó tan fuerte que pensé que el cielo se rompía. Solo escuché que decía “negro” y “carbón” o algo así.
De repente, estaba adentro de un fuentón con agua, en el medio del patio. Luna no estaba. Al día siguiente, mi amiga se veía distinta.
martes, 16 de septiembre de 2025
Luna
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